Se publicará semanalmente en cuatro partes. Todas las imágenes corresponden a la revista.
MEDIO SIGLO ENTRE PEONES
Así han pasado
su vida los socios del Club Argentino de Ajedrez, que festeja sus Bodas de Oro
con un Torneo Internacional.
POR
AMPELIO M. LIBERALI
Año 1905 en el
viejo Buenos Aires, todavía disfrazado de aldea. Un café, más allá un reñidero
de gallos, y a un paso, no más, el río, el Plata gigantesco, de cuyo ancho de
leguas llega un aire fresco anunciador del otoño reciente. Es abril y los
hombres que habitan el mundo romántico y feliz de principio de siglo viven una
existencia apacible, sin mayores preocupaciones, sin apuros innecesarios, sin
que el fantasma del reloj les haga apurar el ritmo de sus días.
La vida tiene
entonces otro sentido, El tiempo transcurre silenciosamente y la calma
pueblerina del Buenos Aires colonial es apenas turbada por algunas voces que el
entusiasmo ha desatado en el reñidero clandestino del viejo Bayoneta, en
Victoria y Buen Orden, hoy esquina de Hipólito y Bernardo de Irigoyen. Un
agente de policía que anduvo rondando por allí, ha escuchado aquellas voces
inconfundibles, como las que hoy se oyen desde lejos cuando hay un gol en una
cancha de fútbol… Las ha oído aquel agente que tiene su parada por allí cerca y
ha resuelto tomar la actitud que corresponde: se ha ido unas cuadras más abajo,
para ver si todo estaba normal en el viejo café del catalán Lloveras, en
Victoria entre Perú y Bolívar. Las riñas de gallos estaban prohibidas, pero
mientras las riñas fueran entre gallos, el agente miraba para otro lado.
Herman Pilniky
Miguel Najdorf,
dos valores contemporáneos,
ya están un poco en la historia
de
nuestro ajedrez.
|
-Buenas, don
Lloveras… ¿alguna novedad?- decía el agente con su vozarrón de pulpería,
aprestándose a matar el frío con un aguardiente.
Y cincuenta
miradas lo fulminaban. Eran los ajedrecistas que habían invadido el viejo
cafetín y con su silencio y su incomprensible meditación frente a un tablero le
estaban haciendo la vida imposible al viejo catalán. Hasta el agente se sentía
intimidado por aquellas miradas que los ajedrecistas le arrojaban como si
fueran piedras. Tomaban su copa, no la pagaba y se iba. Otra vez, en el
silencio de la noche, se oía, de cuando en cuando, apagados ecos de carambolas.
Para el dueño
del bar era mal negocio el ajedrez. Siempre lo fue. Los jugadores apenas
tomaban un café, y algunas veces ni lo toman. Los que miran de afuera hasta se
olvidan de pagar, cuando no de tomarlo. O lo dejan, porque cuando se acuerdan
ya está frío…
Y no sólo que
los ajedrecistas son malos clientes, eso sería un lastre inevitable en todo
negocio, sino que muchos de los que antes dejaban unos buenos pesos en el
billar o los naipes han sido absorbidos por el tablero y ya no gastan.
Y las cosas
empeoran a medida que pasa el tiempo. Una noche cae el ruso Abrahmson, teórico
del ajedrez y figura casi legendaria para estos novicios del café. El fuerte
jugador enseña, explica, resuelve problemas y los crea, imparte instrucciones y
hasta juega sin ver el tablero. La admiración que despierta su presencia es
fatal para don Lloveras, que día a día ve perder su principal fuente de sus
ingresos: la clientela que hasta entonces permanecía fiel a la mesa de tute
cabrero ya se está pasando al rincón de los ajedrecistas y se ha vuelto
silenciosa, taciturna, involuntariamente tacaña.
Y entonces
resuelve jugarse una carta: comienza a molestar a aquellos silenciosos
perturbadores de su economía y poco a poco los va echando de su casa. Les hace
servir el café sin la gota de coñac, pero los ajedrecistas ni se enteran. Los
hostiga, los corre, los molesta, hace ruido, hasta que un día sus clientes
deciden irse a otro lado.
Y sin
proponérselo, el viejo catalán le hace un bien inmenso al ajedrez, porque
aquellos resentidos clientes se alejan de su café y se unen a los aficionados
que en el Luzio, ya tenían pensado fundar un club. Y de esa afinidad de ideales
surge, el 17 de abril de 1905, el Club Argentino de Ajedrez. El mismo que cumple
ahora cincuenta años de vida fecunda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario