(Continuación del relato -El Gráfico, Abril 1955)
No solamente
en los cafés de Luzio y de Lloveras se practicaba el juego mudo. También en el
Katuranga, en los 24 Billares y hasta en el Club del Progreso se jugaba
ajedrez. Hasta se habían fundado ya varios clubes: en 1881 había nacido el Club
de Ajedrez. Y luego otros, entre los que se recuerdan el Buenos Aires, el
Internacional, el Círculo, el Escandinavo, el del Ferrocarril Sud, el del
Plata, el del Central Argentino y otros que fueron muriendo por falta de
medios. De todos, el único que sobrevive es el Argentino, de cuya brillante
historia diremos algunos fragmentos tomados al azar. Medio siglo de actividad,
documentada por centenares de miles de recortes, no pueden ni siquiera esbozarse
en una nota, por mejor buena voluntad que se tenga. Y éste es uno de los pocos
casos en que un relato puede fracasar…por exceso de material.
El Club
Argentino de Ajedrez posee, en su calle Paraguay, un material bibliográfico tan
extraordinario que hace ya muchos años, cuando vino a Buenos Aires el doctor
Tartakower, dijo que entre las muchas cosas buenas que tenía el club lo mejor
eran sus libros de recortes.
Allí están,
aumentados con lo que se va publicando día a día, 26 volúmenes tamaño diario,
prolijamente encuadernados, con centenares de páginas cada uno, los recortes de
muchos años, para leer durante toda la vida.
Pocas
actividades tan fecundas en anécdotas o en cosas curiosas como el ajedrez. Cada
jugador, cada aficionado, tiene muchas cosas que contar. Hay tantas que, como
en el caso anterior, no se sabe cuándo llega la hora de la decisión, cual
publicar.
Vaya, pues, al
azar, una muy breve que oímos hace muchos años y que tiene, por vieja, muchas
variantes…como corresponde, precisamente, al ajedrez.
Cuéntase que
en un viejo bodegón donde se jugaba diariamente- nocturnalmente, para decirlo
con más propiedad – al ajedrez, dos rivales se enfrentaban ante la impasible
mirada de un buen señor que llegaba, saludaba con un ademán y tomaba asiento junto
a un tablero, sin una palabra. Como esta actitud contrastaba con la de los
mirones, que jamás pueden estar callados, los dos jugadores aceptaban muy
complacidos la muda visita. Pero una noche, mientras jugaban, se originó entre
ellos una discusión por una jugada que pudo haber sido así o de la otra manera.
Y como no lograban ponerse de acuerdo, resolvieron consultar al silente
espectador.
-¿no es
verdad, señor, que si yo juego esta torre le gano la dama…?
Y ante la
sorpresa mayúscula de ambos, el tipo les contestó:
-Vea, señor…yo
no entiendo nada de esto. Vengo aquí porque en la oficina el patrón me grita
todo el día. En casa me gritan mi mujer y mi suegra…aquí es el único lugar
donde puedo pasar un par de horas tranquilo. Por eso vengo, señores…
En el Club
Argentino también había uno de ésos. Hacia todo igual que el anterior. Sólo que
cuando le preguntaron por qué iba si no sabía jugar, contestó:
-¡Es porque
aquí hay estufa…!
Recorriendo páginas
de la formidable colección de recortes, tomamos algunos apuntes. Son piezas
deshilvanadas, de volúmenes abiertos al azar. Y de ellos recogemos estos
párrafos:
“Don Antonio López,
el viejo buffetero del club, es una reliquia viviente. Su chocolate fue famoso
en Buenos Aires y por las noches, cuando la gente salía del teatro de la Ópera,
cercano al club, se llegaba hasta allí para tomar el chocolate con masas”.
Un diario de
1927, al ocuparse del match entre Alekhine y Capablanca, dice que en un sorteo
de piezas para la primera partida al morocho cubano Raúl Capablanca le
corresponderá jugar con las piezas blancas, mientras que al muy blanco Alekhine
le corresponderán las negras. Y la señora de don Lisardo Molina Carranza,
presidente del club, comentó entonces risueñamente: “Siempre las blancas buscan
a los negros y las negras a los blancos: es inevitable…”
*-*-*-
En 1927 el
ajedrecista chileno Rodrigo Flores, que entonces contaba con 13 años, vino a Buenos
Aires, acompañado por su padre. Era la primera vez que salía de Chile, su
patria cercana, con eterna visión de montañas. Y cuando el tren se acercó a nuestras
pampas dilatadas, el chico Flores, ciertamente preocupado, le dijo al padre:
-Papá… ¿dónde
se metió la cordillera…?
*-*-*-
En aquella célebre
serie entre Capablanca y Alekhine, en 1927, la opinión pública vivió pendiente
del resultado del match, que finalmente ganó el jugador europeo. Mientras se
desarrollaban las partidas, el público, por medio de los diarios, conocía todos
los detalles de la vida de uno y otro competidor. Hasta sabían los más
fervientes aficionados cuántos pocillos de café había tomado el cubano y cuántos
cigarrillos había fumado Alekhine…
Y sabían
también, naturalmente, dónde había terminado la noche Capablanca y a qué hora
de la madrugada se había ido a dormir…si lo había hecho. Porque lo cierto es
que su vida bohemia y sus características de auténtico noctámbulo algunas veces lo obligaban a jugar una partida
con un par de horas de sueño. Y era mucha la ventaja que en esas condiciones
debía otorgarle a un hombre de la
disciplina de Alekhine. ¡Y del talento de Alekhine…!
*-*-*
Fue tal la
conmoción que en todos los ambientes produjo la sensacional controversia entre
el ruso y el cubano que hasta un caballo de carrera llevó el nombre del ganador
del campeonato. Era hijo de The Panter y
Pas Si Mal.
Y el recio
jugador ruso, el descendiente de la aristocracia zarista, fue una tarde al stud
a acariciar el pescuezo del pura sangre que llevaba su nombre glorioso. Y a
darle, tal vez, un terrón de azúcar.
Pero el
mancarrón no hizo honor a la gloria de su nombre. No pudo salir de perdedor…
No hay comentarios:
Publicar un comentario