16/12/15

1955: Bodas de Oro del Club Argentino de Ajedrez (I)

La prestigiosa revista "El Gráfico" en su número de abril de 1955, relata con amenidad las vivencias de uno de los Clubes de Ajedrez más importantes a nivel mundial.
Se publicará semanalmente en cuatro partes. Todas las imágenes corresponden a la revista.


MEDIO SIGLO ENTRE PEONES
Así han pasado su vida los socios del Club Argentino de Ajedrez, que festeja sus Bodas de Oro con un Torneo Internacional.
POR AMPELIO M. LIBERALI

Año 1905 en el viejo Buenos Aires, todavía disfrazado de aldea. Un café, más allá un reñidero de gallos, y a un paso, no más, el río, el Plata gigantesco, de cuyo ancho de leguas llega un aire fresco anunciador del otoño reciente. Es abril y los hombres que habitan el mundo romántico y feliz de principio de siglo viven una existencia apacible, sin mayores preocupaciones, sin apuros innecesarios, sin que el fantasma del reloj les haga apurar el ritmo de sus días.
La vida tiene entonces otro sentido, El tiempo transcurre silenciosamente y la calma pueblerina del Buenos Aires colonial es apenas turbada por algunas voces que el entusiasmo ha desatado en el reñidero clandestino del viejo Bayoneta, en Victoria y Buen Orden, hoy esquina de Hipólito y Bernardo de Irigoyen. Un agente de policía que anduvo rondando por allí, ha escuchado aquellas voces inconfundibles, como las que hoy se oyen desde lejos cuando hay un gol en una cancha de fútbol… Las ha oído aquel agente que tiene su parada por allí cerca y ha resuelto tomar la actitud que corresponde: se ha ido unas cuadras más abajo, para ver si todo estaba normal en el viejo café del catalán Lloveras, en Victoria entre Perú y Bolívar. Las riñas de gallos estaban prohibidas, pero mientras las riñas fueran entre gallos, el agente miraba para otro lado.

Herman Pilniky Miguel Najdorf, 
dos valores contemporáneos, 
ya están un poco en la historia 
de nuestro ajedrez.
Además, en aquel café del catalán, donde se tomaba buena bebida, la gente era muy distinta. Allí nadie discutía, el silencio era apenas matizado por algún marinero que bebía una copa de más y luego se iba a dormir su mona a bordo; o por los gritos de don Lloveras cuando convencía a algún parroquiano de la legitimidad del vino carlón. Cuando nada de esto sucedía, el silencio era tan profundo que alcanzaba a oírse el tintineo casi imprescindible de la cucharilla jugando a la calesita en el pocillo de café.
-Buenas, don Lloveras… ¿alguna novedad?- decía el agente con su vozarrón de pulpería, aprestándose a matar el frío con un aguardiente.
Y cincuenta miradas lo fulminaban. Eran los ajedrecistas que habían invadido el viejo cafetín y con su silencio y su incomprensible meditación frente a un tablero le estaban haciendo la vida imposible al viejo catalán. Hasta el agente se sentía intimidado por aquellas miradas que los ajedrecistas le arrojaban como si fueran piedras. Tomaban su copa, no la pagaba y se iba. Otra vez, en el silencio de la noche, se oía, de cuando en cuando, apagados ecos de carambolas.
Para el dueño del bar era mal negocio el ajedrez. Siempre lo fue. Los jugadores apenas tomaban un café, y algunas veces ni lo toman. Los que miran de afuera hasta se olvidan de pagar, cuando no de tomarlo. O lo dejan, porque cuando se acuerdan ya está frío…
Y no sólo que los ajedrecistas son malos clientes, eso sería un lastre inevitable en todo negocio, sino que muchos de los que antes dejaban unos buenos pesos en el billar o los naipes han sido absorbidos por el tablero y ya no gastan.
Y las cosas empeoran a medida que pasa el tiempo. Una noche cae el ruso Abrahmson, teórico del ajedrez y figura casi legendaria para estos novicios del café. El fuerte jugador enseña, explica, resuelve problemas y los crea, imparte instrucciones y hasta juega sin ver el tablero. La admiración que despierta su presencia es fatal para don Lloveras, que día a día ve perder su principal fuente de sus ingresos: la clientela que hasta entonces permanecía fiel a la mesa de tute cabrero ya se está pasando al rincón de los ajedrecistas y se ha vuelto silenciosa, taciturna, involuntariamente tacaña.
Y entonces resuelve jugarse una carta: comienza a molestar a aquellos silenciosos perturbadores de su economía y poco a poco los va echando de su casa. Les hace servir el café sin la gota de coñac, pero los ajedrecistas ni se enteran. Los hostiga, los corre, los molesta, hace ruido, hasta que un día sus clientes deciden irse a otro lado.
Y sin proponérselo, el viejo catalán le hace un bien inmenso al ajedrez, porque aquellos resentidos clientes se alejan de su café y se unen a los aficionados que en el Luzio, ya tenían pensado fundar un club. Y de esa afinidad de ideales surge, el 17 de abril de 1905, el Club Argentino de Ajedrez. El mismo que cumple ahora cincuenta años de vida fecunda.


El match entre Capablanca y Alekhine, disputado en Buenos Aires en 1927, concitó la atención del mundo entero. Hicieron 25 tablas, Alekhine ganó seis partidas y Capablanca 3. En la nota aparecen ambos jugadores con el doctor Querencio.

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